El romanz es leydo



… … …
en este logar se acaba esta razon
Quien escrivio este libro del dios paraiso amen
Per Abbat le escrivio en el mes de mayo
en era de mill e CC   XLV años
                                                             el Romanz
Es leydo dat NOS del vino si non tenedes dineros echad
Ala vnos peños que bien vos lo dararan sobrelos

(Cantar de Mío Cid, éxplicit, anónimo, c. 1200)

*   *   *

Todo lo que he dicho, tenía que decirlo, aunque no he dicho todo lo que podría haber dicho.

No es que no tenga otras cosas que decir: A veces se empieza a escribir y no se puede parar, escritura automática. Otras, la cabeza hierve y hay que ponerlo por escrito o estallar. Me seguirá pasando con un poco de suerte. Pero tendrá que ser en otra rama temporal, en otra bifurcación del sendero. Overtime ha terminado, ha llegado a su fin natural. Está en cierto modo, completo, con todos sus entrelazamientos internos, sus referencias oscuras, una imagen muy viva aunque quizá incomprensible de los paseos sin rumbo de mi cerebro, palely loitering.

Nos negamos a cerrar del todo algunas puertas y siempre queremos dejar abierta la posibilidad del retorno. ¿Habrá un nuevo microcosmos? Podría llamarse post scriptum. Es un buen nombre. Lo que viene después de haber escrito.

Gracias a quien haya leído Overtime. A ellos dedico este intento, que realmente era inevitable.

Y también lo dedico a todas las mujeres que, de un modo u otro, han sido su fuente de inspiración. Todas están aquí, como presencia manifiesta o discretamente ocultas entre las líneas; están en la niebla que hay entre la realidad y la ficción, entre lo vivido y lo imaginado, recuerdos o sueños hipnagógicos, súcubos que pugnan por irrumpir en el mundo y mostrar sus rostros resplandecientes.

Con todas ellas hubiera querido bailar esa danza irreal bajo la lluvia que nos muestra Jack Vettriano, y que siempre he pensado que era este vals. Pero no ha podido ser. Quizá en otra ocasión.

Brooklyn Roads


By Google Street View

Soy Carolyn S. Pero no lo sabrás a no ser que estés muy, muy atenta.

Lo confieso, hay veces que conduzco por Court, preferiblemente en invierno, con el pavimento recién limpio, acabada de pasar la quitanieves, los viandantes bien protegidos del frío, la ciudad obligada a despertar a pesar de todo. No tengo derecho a estar aquí.

Reduzco la marcha al llegar a Third Place. Aparco justo delante del Abilene, (Stella Artois, She is a thing of beauty ¿recuerdas?) así tengo una vista completa del edificio en la otra acera, el bello edificio de ladrillo rojo quizá de los años 20 o 30, tres pisos, estrecho, decrépito, como para ambientar un thriller; y trato de recordar cómo fueron aquellos días, cómo eras tú.

Siempre tan delgada, el porte y la actitud de una saltadora de altura; aquellos rizos teñidos de rubio, la voz vacilante, sweatpants y sneakers, ¿quién quiere glamour? risas forzadas y gestos sobreactuados; hagamos algo nuevo, algo que nadie ha hecho nunca, seremos amigas hasta que el mundo deje de girar, hasta que la muerte nos alcance antes de llegar a la taberna Hanley's; ven conmigo, hasta la ciudad perdida, en el fin del mundo, donde los leones lloran

El Laundromat, la licorería, el memorial de Tuddy Balsamo, la oficina del notario —te parecía increíble que un notario tuviera un garito parecido a una tienda de delicatessen asiáticas— St. Mary Star of the Sea, Stella Maris, los ojos de Santa Lucía, todo sigue ahí; y recuerdo a Percy, que nunca comprendió nada; y casi más que a ti, recuerdo a Lisa, que para mí tendrá siempre su apellido de soltera. Cómo entiendo ahora sus lágrimas, su desolación. Su amiga de todos aquellos años era ahora una desconocida, se había ido para siempre, el tiempo la había cambiado tanto que ya no era la misma persona…

No puedo quedarme mucho en este sitio, si no pronto vendrá alguien a ver si he metido monedas en el parquímetro. Conecto el mp3 y oigo una canción muy antigua, tanto que sólo la reconocería quien haya venido hasta aquí desde tan lejos como yo lo he hecho. Es Jane Olivor que canta a Neil Diamond. Todo ha muerto.

Thought of going back
But all I'd see are stranger's faces
And all the scars that love erases
But as my mind walks through those places
I'm wonderin',
What's become of them?


Does some other young girl
Come home to my room
Does she dream what I did
As she stands by my window
And looks out on those
Brooklyn roads

L'Oréal: Stream of consciousness




Aquí estoy, sentada ante el espejo mirándome como una boba, con la caja de L'Oréal en la mano, pensando si abrirla o no, no sé para qué tánto pensar para una decisión tán estúpida.

En la peluquería tienen un programa para el móvil que muestra el aspecto que tendría cada uno con diferente tipo de peinado, color de pelo, etc. Hice unas pruebas conmigo y vi que quedaba muy bien con algunas mechas —unos highlights decían ellos— sólo algunas zonas un poco aclaradas, no un tinte al completo. Tengo la piel y los ojos claros, pero el pelo castaño subido. Aclararlo me daría un aspecto más luminoso, más alegre, más rompedor, aunque no como esas que se tiñen de fucsia y andan metidas en política; o esas otras que van de rubias Marilyn pero con las cejas negras como el carbón. Eso sí que queda de petarda total. No, no, yo hablo solo de aclararme algunos mechones, pero va a resultar que dudo porque me preocupo demasiado por la opinión de los demás.

Eso de la opinión ajena, tan de adolescente y que creía superado, resulta que reaparece ahora con otra cara. Me lo han advertido varias de mis amigas: Cuando te acercas a los treinta, empiezas a notar la presión. Es una presión muy sutil, que parece no venir de ningún sitio concreto y a la vez de todas partes. Son frases sueltas, comentarios casuales, a veces bienintencionados, y un buen día te das cuenta de que todos te están diciendo lo mismo: Ya no eres una cría, dónde vas a encontrar a alguien como Raúl que lo tiene todo; cásate, forma una familia antes de que sea demasiado tarde, para cuando te des cuenta estarás fuera de órbita; si tienes que convertirte en ama de casa por una temporada, bueno ¿y qué? Piensa en la cantidad de tías que las pasan canutas y tus ridículos problemas se reducen a si te decides o no a casarte con un tío que es un chollo.

Sí, sí, pero es que hay algo, es que yo quiero hacer algo, algo que aún no he hecho, algo que no sé lo que es pero que está ahí, está ahí, ha estado ahí desde siempre. Y quiero hacerlo precisamente antes de que sea demasiado tarde y esté ya enredada en todo esto, todo esto que se me viene encima y se me pega, como una telaraña que no me puedo arrancar…

Y abrir la caja de L'Oréal es como el primer paso, un tímido paso, una ridícula transgresión, pero que metafóricamente me enfrenta con el mundo. Sí, me he puesto mechas. ¿Y qué? Os podéis ir todos a tomar por culo, yo hago lo que quiero con mi pelo. ¿Qué dices Raúl? ¿Que no te gusta cómo me ha quedado? Pues te jodes. ¿Quién te has creído que eres para decirme lo que tengo que hacer? ¿Qué? ¿Que estoy insoportable? ¿Que tendría que haberlo consultado contigo? ¿Pero qué dices, tío? Sal de mi vista, calzonazos, y no se te ocurra levantarme la voz ¡Que no me levantes la voz!

Soft landing, no me he movido, sigo aquí, aquí, ante el espejo, con la caja de L'Oréal en la mano, triste, dubitativa.

Veamos las instrucciones. El método no parece nada sencillo. Todo se puede manchar y estropear y al final puede acabar en un completo desastre. No sé qué hacer, no sé. ¿Por qué estoy tan triste? No me toca todavía. ¿Por qué esta caja que he comprado en la droguería parece haberse convertido en un problema? Tengo que decidir. Abrir la caja o no. Y como una epifanía inoportuna, de pronto parece como si toda mi vida, toda mi vida entera dependiera de este estúpido dilema, abrir o no la caja de L'Oréal, Superior Préférence, Ash Blonde.

…like a promise to be free…

Fanfic


Jack Vettriano - The Singing Butler - 1992


Aparcó el coche descuidadamente junto a su bungalow y se bajó con el motor aun en marcha.

—Ponlo en aparcamiento— le grité. El coche empezó a deslizarse hacia atrás. Maniobré para situar mi coche detrás del suyo y frené a fondo. Bajé y entré en su coche. Puse la palanca en posición de aparcamiento, paré el motor y saqué la llave. Las cosas que se hacen al aparcar un coche si no se está tan borracho como lo estaba ella.

Según el tópico, cuando alguien ha bebido demasiado no encuentra la ranura de la llave de su casa, pero ella no era capaz de encontrar ni siquiera la puerta. Cogí la llave de su mano y abrí. Pasé su brazo sobre mi hombro y la sostuve para que no tropezase. La dejé momentáneamente en pie en el centro de la sala.

—Estoy perfectamente. Me voy a la cama— dijo atropelladamente. Y de inmediato entró al cuarto de baño, cayó de rodillas ante el inodoro, ambas manos en la cisterna, y arrojó todo lo que llevaba en el estómago. Fui hasta ella y le recogí el pelo para que no se manchara mientras asistía a sus dolorosos espasmos cuando no había ya nada más que expulsar. La parte del observador que habita en mi cerebro contemplaba la escena con curiosidad. ¿Puede una situación enternecerle a uno hasta las lágrimas y resultar a la vez repugnante? La respuesta es que sí.

—Gracias caballero. Y ahora tiene usted mi permiso para retirarse— dijo citando a Audrey Hepburn en Roman Holiday. Pero lo que hice fue arrastrarla hasta el lavabo y obligarle a enjuagarse la boca. Le pasé una esponja con agua fría por la cara y el cuello, le hice que dejara las manos bajo el grifo. Estaba un poco más calmada.

—Gracias. De verdad estoy bien. Me voy a la cama.
—Ni hablar, te vas a marear. Ven, siéntate.

La llevé como buenamente pude hasta el sofá esquinero. Se dejó caer pesadamente. Traje una botella de agua, el mugriento edredón de su cama, almohadones, le puse uno detrás de la nuca. Le quité las absurdas sandalias de pedrería, nunca ha tenido buen gusto para los zapatos, oh dios mío, parezco un perfecto gay. Le puse los pies sobre la mesita, apoyados en un cojín. La cubrí con el edredón, sujetándolo tras los hombros para que no se quedase fría al avanzar la madrugada. Apagué todas las luces excepto la pequeña lámpara azul de la esquina. Cerré bien las cortinas de loneta.


De pronto dio un respingo:

—¡Tengo una audición mañana!
—No te preocupes, yo te despertaré. Tú intenta dormir.
—¿Quieres ser mi agente? Serías un buen agente…
—Mañana lo hablamos. Tú duerme.


Puse la alarma en el móvil y me senté a un metro de ella. Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá y encogí las piernas. Me cubrí como pude con la manta escocesa que estaba tirada por allí. La miré. Tenía el rostro vuelto hacia mí. En la penumbra pude ver que tenía los ojos abiertos. Sacó una mano por debajo del edredón y me la extendió. La cogí. Estaba helada.

Gracias— dijo con voz apenas audible.
—Los buenos agentes cuidan su mercancía.


Sonrió cansadamente y al poco sus ojos estaban ya cerrados. Respiraba agitadamente y a ratos roncaba como creo yo que lo hacen los leones marinos de la Patagonia. Me sentía exhausto y frío. Vaya noche. Un gilipollas total. Born to be friendzoned.


*     *     *


Cuando desperté entraba el sol por todas las rendijas de todas las ventanas de la cabaña. Estaba entumecido y helado. Miré a mi lado y sólo vi el edredón tirado de cualquier forma. Olía a café recién hecho. Y en medio de la sala estaba ella.

En pie, las manos en las caderas, mirándome seria e inmóvil. No había oído la ducha pero estaba maquillada, el pelo como una fuente dorada, recogido en lo alto con un coletero, el sweatshirt azul marino con el collar metálico azteca, un anillo de plata en cada dedo medio, los vaqueros cortos y las botas negras de media caña y medio tacón (¿he dicho ya que no tenía gusto para los zapatos?).

Estaba radiante como el primer día que la vi, dressed to kill, ciertamente no para la alfombra roja, pero completamente Atenea Partenos.

—Me voy o llegaré tarde a la audición. Puedes quedarte. Cierra de golpe.
—No, no, voy contigo. Iré delante. Si no te vas a comer todos los stop.


Me tragué media taza de café demasiado caliente, sin azúcar, sin nada. Salimos apresuradamente. Arranqué mi Chevrolet, el pickup que ella llamaba sarcásticamente el "carro de frijoles". Ella cogió su Volkswagen escarabajo, se puso las enormes gafas de espejo y arrancó.

—¿Estás para conducir?— le grité.

Como respuesta me enseñó el dedo medio. Esperó a que yo saliera y me siguió.

Enfilamos Echo Park hacia abajo, yo levantando el pie en cada cruce, hasta que nos topamos con el primer parón. Previsible. La hora de los atascos.

Miré por el retrovisor. Estaba ahí detrás. Levanté la mano y le hice el saludo vulcaniano. Respondió con el mismo saludo, inclinando la cabeza a un lado y sonriendo, su gesto característico, escondida tras las gafas.

Encendí la radio y empezó a sonar Elizabethan Serenade. Sentí un extraño calor en el estómago y descubrí con sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Tendría que pasar mucho tiempo, años, hasta que descubriera que era sólo felicidad, uno de los raros momentos que nos son concedidos en que todo parece encajar, y quisiéramos que el tiempo quedara ahí congelado para siempre.

Continuamos por Alvarado hacia MacArthur Park, con el tráfico ya más ligero, y cuando menos lo esperaba, me hizo su despedida habitual, dos destellos de los faros del coche, plop-plop, fuck you. Y salió a toda velocidad por el desvío hacia Santa Monica Freeway.

Fue la última vez que la vi con vida.


*     *     *


De vez en cuando subo al Observatorio Griffith y me quedo en el parking escuchando Elizabethan Serenade mientras el sol se oculta en el océano. Los astrofísicos del planetario cuentan que el espacio-tiempo no es un tapiz continuo, que tiene jirones y rotos, pero también frunces y recosidos, atajos que podrían conectar áreas distantes en el tiempo, en el espacio. Pero yo no lo creo, creo que son sólo especulaciones ociosas de los científicos. Lo que se ha ido, se ha ido para siempre y no volverá.

And after all the loves of my life
Oh, after all the loves of my life
I'll be thinking of you — and wondering why.


(Jimmy Webb, MacArthur Park)



Instant Crush


Grace Helbig - MyDamnChannel - YouTube

Justo encima de mi cama está el tejado, y una claraboya de metacrilato me permite ver el cielo estrellado antes de dormirme. Pero sólo si la noche es clara. Cuando llueve, las gotas resuenan en la claraboya, aunque el sonido no me incomoda. Es como el ruido de las olas en una playa, un sonido continuo al que estamos genéticamente adaptados y asociamos con algo natural y apacible.

Es diferente en una tormenta. Como la de aquel día. Empezó a llover, muy pocas gotas pero grandes, cada gota parecía un disparo en la claraboya. Al poco cesaba y volvía a comenzar. Y de pronto, la lluvia se convirtió en torrencial. Ya no había forma de dormir, y el sonido del agua como una cascada, absorbía toda mi atención. La intensidad de la lluvia fue en aumento, parecía que no podía caer más agua pero así fue. De pronto el sonido cambió. Ahora era algo sólido lo que caía del cielo, granizo, como una ametralladora en mi tejado.

Pensé con alguna parte de mi cerebro que aquel día caluroso había elevado el aire cargado de humedad hasta bien alto, había chocado con el frío de la estratosfera y ahora caía toda el agua helada sobre mí. El sonido era terrible. La intensidad aumentó y aumentó, hasta que noté que algo iba a suceder. Y en un gesto instintivo, yo, que disfruto con las tormentas, me tapé los oídos y cerré los ojos con fuerza, encogí las piernas, postura fetal, recordé Johnny Got His Gun, sin razón aparente, random access memories, yo siempre tan oportuno.

Y esperé. Algo viene, ya está aquí, ya está aquí, puedo oír su aullido. Todas las moléculas de aire, las partículas de polvo, que la convección ha llevado demasiado lejos, demasiado alto, están ahora aquí y van a neutralizar sus cargas eléctricas.

El rayo no me cogió desprevenido. Fue como si alguien me disparara un flash ante los ojos, a pesar de tenerlos cerrados, y no escuché ningún sonido, sólo la sensación de que las paredes de la habitación vibraban suavemente, como hojas de papel en el viento.

Cuando abrí los ojos, todo estaba como siempre, pero un intenso olor a plástico quemado y a metal caliente lo invadía todo. Salté de la cama y fui hasta la sala. No había luz, la pantalla del móvil me ayudó a encontrar la linterna.

Una enorme banda negra iba desde la puerta del balcón hasta el enchufe múltiple donde tengo todos mis trastos. El teléfono inalámbrico y el router se habían convertido en extrañas esculturas de plástico fundido. El pequeño ventilador había desaparecido. El portátil estaba curiosamente curvado y había cambiado de color, ahora era rojo metalizado, hot magenta, WTF, el televisor partido por la mitad, como si un samurai lo hubiera cortado con un limpio golpe de katana.

Oí voces por el rellano. Abrí la puerta. Vecinos hablando a gritos, con linternas danzantes que no apuntaban a ningún sitio. Ha sido un rayo. Sintiéndome extrañamente tranquilo, les dije que desconectaran todos los aparatos eléctricos y llamé al 112. Allí me sorprendieron por su eficiencia y amabilidad. Necesita auxilio médico, describa exactamente la situación, algún transporte especial, hay fuego, o humo, cuántas víctimas, preguntas, preguntas, tenía que cerrar los ojos para concentrarme y poder contestar.

Al cabo de un par de horas todo se había calmado. Regresé a la cama, sin saber si podría volver a dormirme. Seguía cayendo una lluvia suave que resonaba en la claraboya, y pronto supe quién había llegado con el granizo.

Atravesando el espacio, a velocidades incompatibles con las leyes de la naturaleza, su halo hecho de sueños olvidados, que así sea, había llegado para recordarme que la materia es sólo una máscara más, que el dolor y esa extraña opresión en el pecho me alcanzarán una y otra vez, instant crush, me dejarán bien claro que sólo eso podría justificar este pasaje, que somos un producto bastardo del azar, pero que podemos mirar hacia arriba y ver cómo los granos de hielo vienen hacia nosotros, y abrazarlos como si fueran algo distinto de una condensación brusca, allá arriba, en un cumulonimbus corriente, una nube de primavera tardía, sólo termodinámica, y nada para los corazones solitarios, los árboles caídos, los caracoles pisados por descuido, las aves que no lograron completar su vuelo migratorio, los ojos tristes de los perros abandonados en las cunetas, la faz deforme que veo cuando me miro en el espejo, el final del camino llevado con un poco de elegancia, de savoir faire, sin muchos aspavientos.

Granizo y rayos, tormentas de primavera tardía que no durará ya mucho más.

Soledad




El domingo, con el sol ya oculto, intento entrar en Sevilla atravesando una congestión de tráfico, procedente de la autovía de Huelva.

Una asignación de trabajo en verano y en Sevilla puede ser como trabajar en las minas que aparecen en las películas de romanos, egipcios etc. La diferencia es que trabajar con computadoras corporativas requiere un ambiente de no más de 22 grados. Así que me cuelo en la sala de máquinas, me siento ante la consola y finjo que estoy comprobando algo mientras leo a Alan Watts.

Pero los fines de semana no hay refugio. Cojo el coche y me voy a Huelva, donde la temperatura baja algunos grados, y tengo la presencia del mar y la memoria de Tartessos. Y también la presencia de la mitad de la población sevillana que va por allí. Aunque éstos se dirigen mayormente a Punta Umbría, mientras que yo me desvío a El Rompido, más desolado y adecuado a mi estilo. Viajo solo: «he travels fastest who travels alone».

Y de regreso, ya entrando en Sevilla, el desastre. Dos coches delante mío atropellan a un gatito. Es un gato pequeño, como de cuatro o cinco meses. Los dos coches le golpean con los bajos. Mi reacción es tan impensada que yo mismo me asusto. Meto el coche en el arcén y luego por un camino lateral. Regreso a la autovía, detengo el tráfico (que estaba ya prácticamente detenido), cojo el gatito con cuidado y lo llevo hasta mi coche. Con la luz de las farolas de la autovía (el sol es ya sólo una línea turquesa en el horizonte) compruebo que el animal tiene al menos un golpe en la cabeza, pero el cuerpo parece intacto. El hecho de que sangre por los oídos me parece un mal síntoma, así como las convulsiones que indican una conmoción cerebral.

Me quedo junto al gatito, que respira con dificultad, como tosiendo. Sé que va a morir, que no le queda mucho. Y pienso que nadie, animal o persona debería nunca morir en soledad. Es por eso que me quedo con él, pasándole la mano suavemente por el lomo. Ignoro si en su inconsciencia nota la presencia de un ser humano a su lado. Le digo: Ánimo, esto no durará mucho, prometo que me quedaré contigo hasta el final. Y así lo hago.

Dos manchas de sangre que nunca he logrado limpiar del todo, permanecen en mis zapatillas de tenis blancas, unas viejas Spring Court raídas que conservo después de los años, sin saber por qué, como un tesoro precioso.

Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night…

Refugio



Now the standard cure for one who is sunk is to consider those in actual destitution or physical suffering — this is an all-weather beatitude for gloom in general and fairly salutary daytime advice for everyone. But at three o’clock in the morning, a forgotten package has the same tragic importance as a death sentence, and the cure doesn’t work — and in a real dark night of the soul it is always three o'clock in the morning, day after day.

(Francis Scott Fitzgerald, The Crack-Up).


Leí de un escritor que, cuando niño, solía pasar muchas tardes en los campos al final de las pistas del aeropuerto de su ciudad. Entendía que, más que un paraje real, aquel lugar era un paisaje interior, una zona de tránsito entre el cielo y la tierra, un no-man's-land entre la realidad y el sueño, que le permitía huir de una vida rutinaria que en aquel tiempo se le antojaba gris y asfixiante.

Luego he sabido, preguntando a la gente, que el recurso al refugio fuera de este mundo es muy común. ¿Escapismo? Sin duda sí, pero también búsqueda de un lugar de meditación, de un area de niebla donde la realidad pierde sus contornos, de una pausa en ese ciego avanzar de la vida que a veces parece un tren descontrolado.

Algunos me han contado que su refugio es un libro, un libro de cabecera que leen y releen una y otra vez, y cuya familiaridad les tranquiliza; una mujer me confesó que se sentaba en un sofá, envuelta en una manta y veía una película, siempre la misma: una comedia romántica. Me pareció un tópico, sin duda debido a mis prejuicios. Pero en otra ocasión —esta vez un hombre— me contó que se refugiaba también en una película: un musical. Y ambas películas, —la de él y la de ella— tenían en común su irrealidad, la fantasía, la felicidad que parece perdida, y es finalmente recuperada en un happy end convencional.

Otro me habló de que, cuando todo iba mal, cogía el coche, se acercaba a la costa y aparcaba en un acantilado —siempre en el mismo lugar— mirando al mar. Allí permanecía quieto, escuchando los embates de las olas contra las rocas y los gritos de las gaviotas. Se quedaba allí hasta que la desolación se hubiera vuelto soportable, o hasta que la hora ya avanzada le obligase a regresar al ámbito mezquino y frío de lo cotidiano.

En mi caso, cuando era pequeño solía refugiarme bajo una mesa camilla, protegido por los faldones, en total oscuridad. Algo me decía que nada malo podía sucederme mientras permaneciera allí, quieto, en silencio, a ciegas, el tiempo detenido.

Y cuando fui mayor encontré otro refugio. Lo fue durante varios años: en un hotel, a cierta distancia de la ciudad donde vivo, había un bar estilo inglés, de luz tenue, paredes de madera y telas oscuras, sillones de cuero rojo… La clientela era escasa y discreta; los camareros, experimentados; el que atendía la barra sabía hacer cocktails —arte casi extinto. Había un piano, un Gaveau de media cola, y un pianista que tocaba con buen gusto, a la manera de Bill Evans, mientras yo tomaba despacio un Gin Fizz y me retiraba a las moradas interiores de la mente a tranquilizar mi espíritu atribulado.

Pero un día el hotel cerró y con él, el bar. Todo un universo se quebró, se deshizo en un instante como un espejismo. Y me arrojó fuera, como en un desahucio, me devastó como a un amante engañado incapaz de comprender qué ha hecho mal…

Y ahora, en esos días que parecen de otoño aunque no lo sea, recorro las calles, buscando aquí y allá un nuevo refugio, como un vagabundo que buscara dónde pasar la noche.

¿Podría seguir adelante sin una madriguera? ¿Podría volar, reinventar el coraje, abrazar la incertidumbre, dejarme llevar por el azar…?

Miro a lo lejos, buscando una señal. El cielo clarea. Amanece.

Le vent se lève!… il faut tenter de vivre!

Entre l’être et le néant




Les étoiles, si on les regarde fixement, émettent une clarté vacillante, discontinue, et cette lumière nous arrive longtemps après leur mort. C’est une lumière qui doute d’elle-même, et ce mystérieux tremblement, cette hésitation entre l’être et le néant, nous captive. Telle était Françoise Dorléac. A la fois timide et audacieuse. Les gestes abrupts mais une souplesse d’algue. L’extravagance mais aussi les tourments secrets. Légère, éblouissante et le regard quelquefois triste. On n’était jamais sûr de bien connaître son visage. Tout en contrastes, en inquiétudes, de celles qui font le scintillement des étoiles.

(Patrick Modiano, Elle s'appelait Françoise…)


Hace no mucho, en una gélida mañana parisina, fui a parar con unos conocidos al restaurante "Charlot, roi des coquillages", en el Boulevard de Clichy. Había leído en alguna parte que, décadas atrás, se la solía ver a veces por allí, aunque, siendo persona de poco comer, supongo que picoteando sin mucho entusiasmo.

La veo con aquel vano intento de ocultar su rostro con el pelo, con el maquillaje, con las manos, bajo el ala del sombrero, queriendo a un tiempo mostrarse y esconderse, como los niños; veo esos movimientos cortados, esa economía de gestos, ese modo de apartarse la melena lacia que le cae por la sien, echar el pelo tras el hombro y pasar la mano despacio por la bufanda azul y quedarse tan inmóvil; veo esa seriedad y luego esa sonrisa breve, que surge inesperadamente, fugaz, como quien sonríe para sí recordando algo, la sonrisa que nunca llega a los ojos, los ojos que están siempre más allá de los pensamientos.

Veo esa forma lejana de mirar, de echar los hombros hacia atrás, alzar el rostro y entornar los ojos, esa mirada de persona desconocida, esa mirada hacia la gente como si no la viese, como si no estuviesen allí, como suelen hacerlo los miopes; veo esa figura pausada, tratando de contener la vitalidad todavía adolescente; el gesto de defensa apenas insinuado al ser contemplada, como si cada vez fuese la primera que su imagen se muestra a la mirada ajena; todo ese miedo y ese desafío…

Miré a la calle desde la ventana de nuestra mesa, en el primer piso. El bulevar azotado por la nieve, los estoicos viandantes avanzando contra la ventisca. El interior, cálido aunque algo recargado de decoración, con las mesas apiñadas, como todo restaurante parisino, era seguramente el paisaje que ella vería con mirada casual en el pasado. Y me vino una idea extraña. El número de átomos que hay en un volumen pequeño como el del altillo del restaurante, es increíblemente elevado. Tanto que, estadísticamente, alguno de los átomos que ella apartó a su paso, o que incluso formaron parte de su envoltura material, estaban aun presentes ahora en aquella estancia, y yo podía tocarlos, respirarlos… ¿Es eso lo que llamamos un fantasma? Si es así, no quisiera espantarte. Me moveré con cautela, como ante un animalillo asustadizo. Quédate, no te vayas, este viejo ectoplasma que ves, está aquí también sólo de paso, es sólo mi cuerpo cansado después de un largo viaje…