L'Oréal: Stream of consciousness




Aquí estoy, sentada ante el espejo mirándome como una boba, con la caja de L'Oréal en la mano, pensando si abrirla o no, no sé para qué tánto pensar para una decisión tán estúpida.

En la peluquería tienen un programa para el móvil que muestra el aspecto que tendría cada uno con diferente tipo de peinado, color de pelo, etc. Hice unas pruebas conmigo y vi que quedaba muy bien con algunas mechas —unos highlights decían ellos— sólo algunas zonas un poco aclaradas, no un tinte al completo. Tengo la piel y los ojos claros, pero el pelo castaño subido. Aclararlo me daría un aspecto más luminoso, más alegre, más rompedor, aunque no como esas que se tiñen de fucsia y andan metidas en política; o esas otras que van de rubias Marilyn pero con las cejas negras como el carbón. Eso sí que queda de petarda total. No, no, yo hablo solo de aclararme algunos mechones, pero va a resultar que dudo porque me preocupo demasiado por la opinión de los demás.

Eso de la opinión ajena, tan de adolescente y que creía superado, resulta que reaparece ahora con otra cara. Me lo han advertido varias de mis amigas: Cuando te acercas a los treinta, empiezas a notar la presión. Es una presión muy sutil, que parece no venir de ningún sitio concreto y a la vez de todas partes. Son frases sueltas, comentarios casuales, a veces bienintencionados, y un buen día te das cuenta de que todos te están diciendo lo mismo: Ya no eres una cría, dónde vas a encontrar a alguien como Raúl que lo tiene todo; cásate, forma una familia antes de que sea demasiado tarde, para cuando te des cuenta estarás fuera de órbita; si tienes que convertirte en ama de casa por una temporada, bueno ¿y qué? Piensa en la cantidad de tías que las pasan canutas y tus ridículos problemas se reducen a si te decides o no a casarte con un tío que es un chollo.

Sí, sí, pero es que hay algo, es que yo quiero hacer algo, algo que aún no he hecho, algo que no sé lo que es pero que está ahí, está ahí, ha estado ahí desde siempre. Y quiero hacerlo precisamente antes de que sea demasiado tarde y esté ya enredada en todo esto, todo esto que se me viene encima y se me pega, como una telaraña que no me puedo arrancar…

Y abrir la caja de L'Oréal es como el primer paso, un tímido paso, una ridícula transgresión, pero que metafóricamente me enfrenta con el mundo. Sí, me he puesto mechas. ¿Y qué? Os podéis ir todos a tomar por culo, yo hago lo que quiero con mi pelo. ¿Qué dices Raúl? ¿Que no te gusta cómo me ha quedado? Pues te jodes. ¿Quién te has creído que eres para decirme lo que tengo que hacer? ¿Qué? ¿Que estoy insoportable? ¿Que tendría que haberlo consultado contigo? ¿Pero qué dices, tío? Sal de mi vista, calzonazos, y no se te ocurra levantarme la voz ¡Que no me levantes la voz!

Soft landing, no me he movido, sigo aquí, aquí, ante el espejo, con la caja de L'Oréal en la mano, triste, dubitativa.

Veamos las instrucciones. El método no parece nada sencillo. Todo se puede manchar y estropear y al final puede acabar en un completo desastre. No sé qué hacer, no sé. ¿Por qué estoy tan triste? No me toca todavía. ¿Por qué esta caja que he comprado en la droguería parece haberse convertido en un problema? Tengo que decidir. Abrir la caja o no. Y como una epifanía inoportuna, de pronto parece como si toda mi vida, toda mi vida entera dependiera de este estúpido dilema, abrir o no la caja de L'Oréal, Superior Préférence, Ash Blonde.

…like a promise to be free…

Fanfic


Jack Vettriano - The Singing Butler - 1992


Aparcó el coche descuidadamente junto a su bungalow y se bajó con el motor aun en marcha.

—Ponlo en aparcamiento— le grité. El coche empezó a deslizarse hacia atrás. Maniobré para situar mi coche detrás del suyo y frené a fondo. Bajé y entré en su coche. Puse la palanca en posición de aparcamiento, paré el motor y saqué la llave. Las cosas que se hacen al aparcar un coche si no se está tan borracho como lo estaba ella.

Según el tópico, cuando alguien ha bebido demasiado no encuentra la ranura de la llave de su casa, pero ella no era capaz de encontrar ni siquiera la puerta. Cogí la llave de su mano y abrí. Pasé su brazo sobre mi hombro y la sostuve para que no tropezase. La dejé momentáneamente en pie en el centro de la sala.

—Estoy perfectamente. Me voy a la cama— dijo atropelladamente. Y de inmediato entró al cuarto de baño, cayó de rodillas ante el inodoro, ambas manos en la cisterna, y arrojó todo lo que llevaba en el estómago. Fui hasta ella y le recogí el pelo para que no se manchara mientras asistía a sus dolorosos espasmos cuando no había ya nada más que expulsar. La parte del observador que habita en mi cerebro contemplaba la escena con curiosidad. ¿Puede una situación enternecerle a uno hasta las lágrimas y resultar a la vez repugnante? La respuesta es que sí.

—Gracias caballero. Y ahora tiene usted mi permiso para retirarse— dijo citando a Audrey Hepburn en Roman Holiday. Pero lo que hice fue arrastrarla hasta el lavabo y obligarle a enjuagarse la boca. Le pasé una esponja con agua fría por la cara y el cuello, le hice que dejara las manos bajo el grifo. Estaba un poco más calmada.

—Gracias. De verdad estoy bien. Me voy a la cama.
—Ni hablar, te vas a marear. Ven, siéntate.

La llevé como buenamente pude hasta el sofá esquinero. Se dejó caer pesadamente. Traje una botella de agua, el mugriento edredón de su cama, almohadones, le puse uno detrás de la nuca. Le quité las absurdas sandalias de pedrería, nunca ha tenido buen gusto para los zapatos, oh dios mío, parezco un perfecto gay. Le puse los pies sobre la mesita, apoyados en un cojín. La cubrí con el edredón, sujetándolo tras los hombros para que no se quedase fría al avanzar la madrugada. Apagué todas las luces excepto la pequeña lámpara azul de la esquina. Cerré bien las cortinas de loneta.


De pronto dio un respingo:

—¡Tengo una audición mañana!
—No te preocupes, yo te despertaré. Tú intenta dormir.
—¿Quieres ser mi agente? Serías un buen agente…
—Mañana lo hablamos. Tú duerme.


Puse la alarma en el móvil y me senté a un metro de ella. Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá y encogí las piernas. Me cubrí como pude con la manta escocesa que estaba tirada por allí. La miré. Tenía el rostro vuelto hacia mí. En la penumbra pude ver que tenía los ojos abiertos. Sacó una mano por debajo del edredón y me la extendió. La cogí. Estaba helada.

Gracias— dijo con voz apenas audible.
—Los buenos agentes cuidan su mercancía.


Sonrió cansadamente y al poco sus ojos estaban ya cerrados. Respiraba agitadamente y a ratos roncaba como creo yo que lo hacen los leones marinos de la Patagonia. Me sentía exhausto y frío. Vaya noche. Un gilipollas total. Born to be friendzoned.


*     *     *


Cuando desperté entraba el sol por todas las rendijas de todas las ventanas de la cabaña. Estaba entumecido y helado. Miré a mi lado y sólo vi el edredón tirado de cualquier forma. Olía a café recién hecho. Y en medio de la sala estaba ella.

En pie, las manos en las caderas, mirándome seria e inmóvil. No había oído la ducha pero estaba maquillada, el pelo como una fuente dorada, recogido en lo alto con un coletero, el sweatshirt azul marino con el collar metálico azteca, un anillo de plata en cada dedo medio, los vaqueros cortos y las botas negras de media caña y medio tacón (¿he dicho ya que no tenía gusto para los zapatos?).

Estaba radiante como el primer día que la vi, dressed to kill, ciertamente no para la alfombra roja, pero completamente Atenea Partenos.

—Me voy o llegaré tarde a la audición. Puedes quedarte. Cierra de golpe.
—No, no, voy contigo. Iré delante. Si no te vas a comer todos los stop.


Me tragué media taza de café demasiado caliente, sin azúcar, sin nada. Salimos apresuradamente. Arranqué mi Chevrolet, el pickup que ella llamaba sarcásticamente el "carro de frijoles". Ella cogió su Volkswagen escarabajo, se puso las enormes gafas de espejo y arrancó.

—¿Estás para conducir?— le grité.

Como respuesta me enseñó el dedo medio. Esperó a que yo saliera y me siguió.

Enfilamos Echo Park hacia abajo, yo levantando el pie en cada cruce, hasta que nos topamos con el primer parón. Previsible. La hora de los atascos.

Miré por el retrovisor. Estaba ahí detrás. Levanté la mano y le hice el saludo vulcaniano. Respondió con el mismo saludo, inclinando la cabeza a un lado y sonriendo, su gesto característico, escondida tras las gafas.

Encendí la radio y empezó a sonar Elizabethan Serenade. Sentí un extraño calor en el estómago y descubrí con sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Tendría que pasar mucho tiempo, años, hasta que descubriera que era sólo felicidad, uno de los raros momentos que nos son concedidos en que todo parece encajar, y quisiéramos que el tiempo quedara ahí congelado para siempre.

Continuamos por Alvarado hacia MacArthur Park, con el tráfico ya más ligero, y cuando menos lo esperaba, me hizo su despedida habitual, dos destellos de los faros del coche, plop-plop, fuck you. Y salió a toda velocidad por el desvío hacia Santa Monica Freeway.

Fue la última vez que la vi con vida.


*     *     *


De vez en cuando subo al Observatorio Griffith y me quedo en el parking escuchando Elizabethan Serenade mientras el sol se oculta en el océano. Los astrofísicos del planetario cuentan que el espacio-tiempo no es un tapiz continuo, que tiene jirones y rotos, pero también frunces y recosidos, atajos que podrían conectar áreas distantes en el tiempo, en el espacio. Pero yo no lo creo, creo que son sólo especulaciones ociosas de los científicos. Lo que se ha ido, se ha ido para siempre y no volverá.

And after all the loves of my life
Oh, after all the loves of my life
I'll be thinking of you — and wondering why.


(Jimmy Webb, MacArthur Park)