Refugio



Now the standard cure for one who is sunk is to consider those in actual destitution or physical suffering — this is an all-weather beatitude for gloom in general and fairly salutary daytime advice for everyone. But at three o’clock in the morning, a forgotten package has the same tragic importance as a death sentence, and the cure doesn’t work — and in a real dark night of the soul it is always three o'clock in the morning, day after day.

(Francis Scott Fitzgerald, The Crack-Up).


Leí de un escritor que, cuando niño, solía pasar muchas tardes en los campos al final de las pistas del aeropuerto de su ciudad. Entendía que, más que un paraje real, aquel lugar era un paisaje interior, una zona de tránsito entre el cielo y la tierra, un no-man's-land entre la realidad y el sueño, que le permitía huir de una vida rutinaria que en aquel tiempo se le antojaba gris y asfixiante.

Luego he sabido, preguntando a la gente, que el recurso al refugio fuera de este mundo es muy común. ¿Escapismo? Sin duda sí, pero también búsqueda de un lugar de meditación, de un area de niebla donde la realidad pierde sus contornos, de una pausa en ese ciego avanzar de la vida que a veces parece un tren descontrolado.

Algunos me han contado que su refugio es un libro, un libro de cabecera que leen y releen una y otra vez, y cuya familiaridad les tranquiliza; una mujer me confesó que se sentaba en un sofá, envuelta en una manta y veía una película, siempre la misma: una comedia romántica. Me pareció un tópico, sin duda debido a mis prejuicios. Pero en otra ocasión —esta vez un hombre— me contó que se refugiaba también en una película: un musical. Y ambas películas, —la de él y la de ella— tenían en común su irrealidad, la fantasía, la felicidad que parece perdida, y es finalmente recuperada en un happy end convencional.

Otro me habló de que, cuando todo iba mal, cogía el coche, se acercaba a la costa y aparcaba en un acantilado —siempre en el mismo lugar— mirando al mar. Allí permanecía quieto, escuchando los embates de las olas contra las rocas y los gritos de las gaviotas. Se quedaba allí hasta que la desolación se hubiera vuelto soportable, o hasta que la hora ya avanzada le obligase a regresar al ámbito mezquino y frío de lo cotidiano.

En mi caso, cuando era pequeño solía refugiarme bajo una mesa camilla, protegido por los faldones, en total oscuridad. Algo me decía que nada malo podía sucederme mientras permaneciera allí, quieto, en silencio, a ciegas, el tiempo detenido.

Y cuando fui mayor encontré otro refugio. Lo fue durante varios años: en un hotel, a cierta distancia de la ciudad donde vivo, había un bar estilo inglés, de luz tenue, paredes de madera y telas oscuras, sillones de cuero rojo… La clientela era escasa y discreta; los camareros, experimentados; el que atendía la barra sabía hacer cocktails —arte casi extinto. Había un piano, un Gaveau de media cola, y un pianista que tocaba con buen gusto, a la manera de Bill Evans, mientras yo tomaba despacio un Gin Fizz y me retiraba a las moradas interiores de la mente a tranquilizar mi espíritu atribulado.

Pero un día el hotel cerró y con él, el bar. Todo un universo se quebró, se deshizo en un instante como un espejismo. Y me arrojó fuera, como en un desahucio, me devastó como a un amante engañado incapaz de comprender qué ha hecho mal…

Y ahora, en esos días que parecen de otoño aunque no lo sea, recorro las calles, buscando aquí y allá un nuevo refugio, como un vagabundo que buscara dónde pasar la noche.

¿Podría seguir adelante sin una madriguera? ¿Podría volar, reinventar el coraje, abrazar la incertidumbre, dejarme llevar por el azar…?

Miro a lo lejos, buscando una señal. El cielo clarea. Amanece.

Le vent se lève!… il faut tenter de vivre!